Hace poco salí con mi hijo en un día de pico y placa, por lo
que tuvimos que abordar el Transmilenio, él sin ningún problema lo asumió como
algo divertido y simplemente nos fuimos jugando y pasando el tiempo del
recorrido de la mejor manera.
Delante de nosotros iban un par de mujeres jóvenes, supongo
que universitarias, y durante el recorrido nunca pararon de quejarse por su
suerte, el tener que viajar en ese servicio tan horrible, la caminada que les
esperaba, la gente que se subía al sistema de transporte, los ancianos que no
buscaban las sillas azules únicamente, las mujeres con niños, en fin,
prácticamente todo lo que las rodeaba.
Como ellas, es muy común escuchar diariamente a cientos de
personas quejándose por la caminata de la estación a su trabajo, la subida al
articulado, la consecución de un taxi, el pico y placa, los trancones, los
andenes colmados de personas, etc.
Hoy cuando pienso en todo esto, en mis propias quejas contra
muchas de estas cosas, se me viene a la mente un joven que tuve la oportunidad
de entrevistar hace años, cuando trabajaba con una organización humanitaria y
visitábamos una de las comunas en la zona marginal de Bucaramanga.
Este joven, tuvo el infortunio de caerse de una mesa siendo
un recién nacido, la consecuencia fue una parálisis cerebral que le impedía la
movilidad de sus extremidades y el rostro. En medio de la tragedia y gracias al
apoyo de la organización humanitaria y otras entidades, pudo realizar terapias
que sumadas a su empuje y dedicación lo llevaron a poder expresarse, hablar con
dificultad pero haciéndose entender.
También logro de manera increíble dominar sus manos pese a la
escasa movilidad de las mismas y dibujar todo lo que siempre había soñado. Sus piernas,
la parte más difícil de todo, le tomaron más trabajo pero logró coordinarlas lo
suficiente para valerse por sí mismo.
¿Por qué me acuerdo de él? Sencillamente, porque nunca había
visto a alguien que disfrutara tanto caminar por las eternas escaleras que lo
llevaban de la vía principal a su humilde casa en la parte alta de la comuna. Arrastrando
sus pies y a un paso bastante lento, este joven disfrutaba cada momento como si
de un privilegio se tratara, y entonces cuando íbamos subiendo me dijo, “no
puedo creer cuando escucho a la gente
quejarse porque tienen que subir o bajar estas escaleras, ellos que están bien,
yo que pensé en un momento que no lo podría hacer, hoy lo disfruto a cada
instante”.
Esa es nuestra realidad, nos quejamos y lamentamos por los
pequeños esfuerzos que a diario realizamos, los políticos se quejan por tener
que asistir a las plenarias, por tener que pagar la gasolina de los vehículos que
les asignan, por tener que cumplir las mismas leyes que los ciudadanos del
común, o por no poder tener más
viáticos.
Los futbolistas se quejan por jugar cada tres días como si
esa no fuera su profesión. Las reinas y modelos por lo inhumano de sus tacones.
Cada uno dependiendo de nuestra profesión o actividad, buscamos la manera de
quejarnos como si la vida fuera muy dura con nosotros.
Definitivamente, uno de mis propósitos para este año será
honrar el recuerdo de aquel joven batallador, quejarme menos por las cosas que
puedo y debo hacer, ser más agradecido por la facilidad que tengo para hacerlas
y eso sí, no perder mi espíritu observador y crítico que me permite seguir
escribiendo estas líneas y compartirlas con ustedes.
Gracias a todos los que me leen y nos seguiremos viendo
queridos amigos.