viernes, 26 de octubre de 2012

La negación



Casi tan seria como el peor de los problemas, la negación ha sido a lo largo de la historia uno de esos flagelos que afecta a toda la humanidad, sin importar religión, raza, género o partido político.

La negación va más allá del viejo truco de mantenerse firme en una posición como enseñaban los más experimentados, “sí te pillan, dices que nunca lo hiciste, nunca estuviste con esa mujer”, por ejemplo. Esa posición de aferrarse a algo aunque nos hayan cogido en el acto, es sólo la parte anecdótica de este mal.

Sin duda, va mucho más allá que esto, es un estado de autoengaño, de pretender que las cosas no ocurrieron como lo muestran los hechos, de pretender que no se está viviendo ese momento o que simplemente “eso” no nos afectó o no nos puede pasar.

Pasa mucho con las pérdidas, ya sea por el fallecimiento de alguien o por el alejamiento de las personas amadas. Pasa con las adicciones, al no aceptar que se tiene el problema, que se depende de la bebida o de alguna droga, aun cuando cada día se llegue más bajo y se toque fondo.

No necesito extenderme más en explicaciones sobre la negación, seguramente todos la hemos experimentado en algún momento de nuestras vidas. El verdadero problema y por el cual me atrevo a escribir del tema es porque lo increíble es que esta negación sea colectiva y eso, precisamente, es algo que nuestro país está viviendo desde hace rato.

Así es, con el cariño y respeto que todos se merecen, debo decir que no hay una población que disfrute más del autoengaño que la nuestra. Lo nuestro es pretender, es creer que somos más que los bolivianos, ecuatorianos, peruanos y venezolanos por el hecho místico de ser bañados por dos mares y tener tres cordilleras. 

También somos los más inteligentes, creativos, selectos, cultos y llenos de un buen gusto que por lo menos a Bogotá, la ha hecho acreedora del remoquete de “la Atenas suramericana”. Viendo la situación de Grecia en estos días, empiezo a creer que el sobrenombre no está de más.

De la misma manera nos consideramos gurús en temas políticos, tenemos la última palabra en cuanto al destino político de los países del mundo en los que se adelanten elecciones. También creemos que el mundo entero nos espera con los brazos abiertos.

Como lo dijo el gran Zableh en su columna sobre la burbuja, tenemos propiedades que combinan lo mejor de las arquitecturas del mundo, aunque las calles parezcan trochas y nuestro tráfico de vergüenza, tomando lo peor de la India, Tailandia y nuestro toque personal con las interminables zorras.

Vivimos en ciudades rodeadas de cordones de miseria casi tan grandes y con tanta población como las mismas urbes. Tenemos la mejor rumba, los mejores carnavales y reinados y una farándula envidiable que nos deleita con producciones de gran valor histriónico y en las que sobresale la originalidad y la honestidad a la hora de mostrar nuestra realidad.

Nos metemos en la cabeza la idea de que todo está bien y que somos un país que progresa a pasos agigantados sin nada que envidiar a los del primer mundo, de hecho, con más centros comerciales que cualquier país desarrollado.

Tenemos sistemas de salud y justicia que darían vergüenza hasta en el continente africano pero eso sí, somos uno de los países con más usuarios de Facebook y Twitter en el mundo. También de los más felices del orbe, de los que más cerveza consume y de los que puntean la lista de mayor número de días feriados.

Elevamos nuestras oraciones por la suerte de los venezolanos pero nos quedamos durmiendo o viendo televisión el día de nuestras elecciones. Por Twitter ayudamos a cambiar el destino del país y tenemos una “reputación”, el problema es que lejos de un teclado y una pantalla prácticamente no existimos.

Somos de los países con menos hábito de lectura pero sabemos de todo. Nos encanta la política firme y radical, no queremos ninguna misericordia a la hora de acabar con los grupos al margen de la ley pero aceptamos en silencio a quienes han fomentado y patrocinado la violencia, disfrazados de autodefensas que hacen lo que las fuerzas armadas no han podido.

Casi que nos alegra y celebramos la muerte de cualquier vinculado con los grupos guerrilleros pero no le damos la menor importancia a cualquiera de las víctimas de los falsos positivos, para muchos son “daños colaterales” o personas que por vivir en sectores marginales, se convertían en potenciales criminales.

Es definitivo, lo nuestro es la negación, no querer darnos cuenta de la situación en la que estamos, del porcentaje de compatriotas que viven en la pobreza y en condiciones infrahumanas, no aceptar que nuestra indiferencia es una enfermedad, que preocupándonos únicamente por el yo soy, yo tengo, yo quiero, no vamos a generar ningún cambio.

No podemos seguir negando que tenemos lo que nos merecemos, que nuestros congresistas y políticos son el resultado de nuestros actos, son lo que promovemos y lo que pretendemos no ver o escuchar.

Nos sentamos junto a ellos o al bandido de turno, al traqueto o al esmeraldero en el sitio de moda porque lo que importa es que tiene cómo pagar, como sostener nuestros gustos. Los sitios se reservan el derecho de admisión pero permiten el ingreso de cualquier hampón que llegue en una camioneta último modelo, con cadenas de oro colgando de sus cuellos.

Tenemos muchas cosas positivas y la capacidad para cambiar el destino del país pero no lo haremos mientras vivamos en este estado de negación permanente, mientras creamos que este país aguanta todo y siempre sale adelante. 

Si de verdad queremos demostrar que el cuento de los buenos somos más es real, no nos queda otra que empezar por hacer lo que nos corresponde, expresarnos, no quedarnos callados ante cada atrocidad, ejercer nuestro derecho al voto, ser veedores de nuestros gobiernos, denunciar lo que sabemos que no es correcto, no participar en temas que involucren tráfico de influencias, no patrocinar a los delincuentes aunque sean los nuevos ricos del país.

Diciéndonos mentiras los unos a los otros para pretender que vamos bien, lo único que vamos a lograr es dejarles un país en ruinas a nuestros hijos, a los que apenas están empezando su vida.

Por hoy los dejo, con el optimismo de saber que entre todos podemos generar cambios siempre y cuando aceptemos que compartimos los mismos problemas.

Hasta pronto.

jueves, 18 de octubre de 2012

Oktoberfest y otras tradiciones



Como parte de nuestro proceso de globalización, TLC y apertura continua hacía lo mejor que nos ofrecen las culturas de los países desarrollados, hoy me encuentro con la euforia por la celebración del Oktoberfest en los diferentes pubs y zonas de rumba de Bogotá.

Me encanta la cerveza y quisiera compartir el entusiasmo de los miles de descendientes bávaros que quieren enriquecer nuestra cultura y hacernos sentir, en el altiplano cundiboyacense, las bondades de su ya tradicional festival cervecero.

Mientras busco en mí árbol genealógico algún parentesco, así sea con el Panzer Carvajal o el alemán Porras, quiero recapacitar un poco y con la mayor brevedad posible, sobre nuestro apetito por las costumbres internacionales.

Seguramente, los bares alemanes y sus tradicionales tabernas no promocionan el Carnaval de Barranquilla, ni la Feria de Cali con el fin de motivar a sus fieles consumidores a vivir en carne propia estos patrimonios de la humanidad.

Sin embargo, no podemos pretender que todos tengan la mentalidad cosmopolita que caracteriza a nuestro pueblo, esa facilidad para asumir como propias las tradiciones del primer mundo, como el día de San Valentín o el de Acción de Gracias.

En el país del sagrado corazón, el de las romerías al 20 de julio, donde los penitentes se flagelan durante semana santa, los buses, busetas y colectivos hacen caravanas con la virgen protectora y exclusiva del gremio, el mismo donde el reinado nacional de la belleza es la fiesta de un pueblo que no se puede acercar al hotel de turno donde se realiza el evento, en ese país, también celebramos el oktoberfest.

Algunos, posiblemente afectados en su orgullo al leer este tipo de artículos, me podrán recalcar que fuimos colonia europea, española, para ser más exactos, lo cual nos daría el derecho a celebrar la tomatina de los valencianos previa a las fiestas de Buñol, o las fiestas de San Fermín.

Tal vez, si celebráramos alguna de las anteriores, tendría una justificación histórica que, aunque debatible, no sería tan traída de los cabellos.

Me pregunto, el por qué no celebramos Mardi Grass, ya que nos gusta tanto el tema de adopción de tradiciones, esa sería una que me llegaría a motivar, el problema es que se realiza el martes previo al miércoles de ceniza y seguramente el Procurador la tipificaría como un delito mayor.

Trataré entonces de seguir disfrutando nuestro centenar de festivos anuales por razones que la mayoría de veces desconozco pero que generalmente involucran alguna figura del mapa religioso.

Asimismo, intentaré ver con buenos ojos nuestra apertura al mundo y nuestra devoción hacía lo que no nos corresponde, como las elecciones en los países vecinos, nuestra enorme capacidad para tener claridad sobre lo que les conviene a los demás aunque nos equivoquemos o seamos indiferentes a la hora de decidir nuestro destino.

Disfrutaré de Bogotá despierta con motivo de San Valentín en el mes de febrero y las promociones de pavo en Carulla, Carrefour, Pomona y otros almacenes durante la semana de acción de gracias.

También, compartiré la emoción por el 4 de julio mientras escucho la W y el colorido del love parade  bogotano como si de un pedazo de Berlín en Colombia se tratara.

En fin, no puedo ser retrógrado y negarme a vivir en pleno la globalización y sus consecuencias, ya Dania y sus amigas pusieron un punto muy alto en cuanto al intercambio cultural como para que yo, un mortal más, venga a ponerle peros a nuestro apetito voraz por el conocimiento.

viernes, 5 de octubre de 2012

Un día de furia



Es un día cualquiera en la capital colombiana, como en muy pocas ocasiones se respira un aire veraniego que invita a despojarse de las chaquetas, sacos, bufandas y todo aquello que normalmente cargamos los bogotanos para resguardarnos del frío.

Ese sol que invita a la alegría, al positivismo y que genera un ambiente de optimismo, desafortunadamente no basta para contagiar a todos. 

Tan sólo caminando mi ruta habitual hacia la estación más cercana de transmilenio fui testigo de la intolerancia de los conductores, quienes en una calle de barrio, entre conjuntos residenciales, no permiten que una madre afanada cruce una insignificante vía para llevar a sus pequeños hijos al colegio.

Casi con el mismo afán de aquella desconocida me acerqué para intentar ayudarla haciendo señas a los conductores de los vehículos que vienen por esta vía en la que una señal de transito marca una velocidad máxima de 30 kilómetros por hora, por supuesto es más respetada la caja menor del Congreso. 

Pese a que las personas que van al volante en su mayoría son padres y madres como aquella que intentaba cruzar, éstos parecen dispuestos a arrollarla si se atreve a dar un paso más. Que lamentable escena, las comparaciones son odiosas pero en un país del primer mundo el peatón siempre tiene la vía.

Aquí, el auto más que un servicio que genera confort, es un mecanismo de ataque y defensa contra ciclistas, motos, perros y peatones. Cuando voy en mí auto y freno para que alguien pase, es aterrador ver como las personas que van en sus vehículos detrás de mí se desesperan, pitan y vociferan como si yo estuviera dejando pasar la oportunidad de aplastar a unos cuantos.

Definitivamente parece existir una epidemia de rabia entre los que nos ponemos detrás de un volante, listos a putear en cualquiera de los cuatro puntos cardinales, con unas habilidades sorprendentes para bajarnos del auto antes de que este se detenga totalmente, confrontar al enemigo del momento, cerrar y frenar para provocar a quien osa pitarnos, hacernos luces o adelantarnos.

Ojalá desarrolláramos con la misma intensidad habilidades en el trato a los demás, el respeto por las normas, por las señales, la cordialidad y el dejar pasar primero como parte esencial de nuestro diario vivir.

Luego del desagradable momento vivido con esa madre, quien, sin proponérselo, se convirtió en una piedra en el zapato para una decena de conductores y la enemiga pública de las calles de mí barrio, seguí mí ruta respirando profundo y haciéndome la promesa de no dejarme alterar por estas “pequeñas” formas de violencia.

Entré al articulado de transmilenio y me dirigí al centro del mismo. Al momento, ingresaron una joven con un bebé de brazos y una señora bastante mayor que a duras penas podía sostenerse. Vaya sorpresa cuando las personas que iban sentadas hicieron caso omiso a las recién llegadas y un hombre de unos 40 años que ocupaba una de las sillas azules cayó en un sueño profundo e instantáneo.

Una vez más me metí donde no me estaban llamando y le pedí a la gente que cedieran sus sillas para la joven madre y la anciana, traté de poner la voz más gruesa de lo normal y asumir una actitud casi de skinhead (por lo calvo únicamente) encorbatado. Finalmente dos señoras se levantaron ante la mirada casi burlona de los “caballeros” que tranquilamente conservaban sus puestos como si de un premio se tratara. 

Me puse mis audífonos y escuché a Bob Dylan y la Grateful Dead en vivo para eliminar cualquier mal sentimiento o sensación negativa, 15 minutos después procedí a bajar del articulado, las puertas se abrieron y una turba de gente malhumorada se abalanzó para ingresar sin importar que algunos necesitábamos salir. Entre empujones, alegatos y el triunfo de la fuerza bruta, conseguí salir junto a los demás.

Emprendí la caminata hacia mi oficina contemplando el azul de un cielo despejado que dibujó una sonrisa en mi rostro. Llegué al round point de la calle 100 con carrera 15, donde ya divisaba mi oficina y me disponía a cruzar por la salida que de la novena conduce a la 100, una vía estrecha y en la que los vehículos tienen que hacer el pare obligatorio. En ese momento, un hombre en un Mercedes Benz último modelo decidió mandar su carro contra unos jóvenes que ya iban por la mitad de la vía.

No sé que fue peor, sí el acto irracional del conductor del auto que casi toca las piernas de los transeúntes o la reacción de los mismos que sin tomarse un sólo instante para discutir sobre el asunto rodearon el vehículo cogiéndolo a patadas mientras el personaje al volante aceleraba angustiado para evitarle mayores daños a su valioso vehículo.

Finalmente crucé la puerta automática del edificio y salude con afecto al portero, pese a todos los inconvenientes había logrado llegar sano y salvo a mí puesto de trabajo, con la esperanza de encontrar a mis amigos y compañeros, a mí equipo con el que me puedo reír de la vida y olvidar que parecemos estar en un campo de batalla permanente.

Como pueden ver y aunque parezca un relato lleno de fantasía, casi macondiano, en un lapso de 35 a 40 minutos de esta semana, o tal vez de la anterior, tuve que vivir lo que ya para muchos es algo cotidiano, algo con lo que intentamos ser indiferentes y le restamos importancia, tuve que vivir un día de furia, de la furia bogotana.