Es un día cualquiera en la
capital colombiana, como en muy pocas ocasiones se respira un aire veraniego
que invita a despojarse de las chaquetas, sacos, bufandas y todo aquello que normalmente
cargamos los bogotanos para resguardarnos del frío.
Ese sol que invita a la
alegría, al positivismo y que genera un ambiente de optimismo,
desafortunadamente no basta para contagiar a todos.
Tan sólo caminando mi ruta
habitual hacia la estación más cercana de transmilenio fui testigo de la
intolerancia de los conductores, quienes en una calle de barrio, entre
conjuntos residenciales, no permiten que una madre afanada cruce una
insignificante vía para llevar a sus pequeños hijos al colegio.
Casi con el mismo afán de
aquella desconocida me acerqué para intentar ayudarla haciendo señas a los
conductores de los vehículos que vienen por esta vía en la que una señal de
transito marca una velocidad máxima de 30 kilómetros por hora, por supuesto es
más respetada la caja menor del Congreso.
Pese a que las personas que
van al volante en su mayoría son padres y madres como aquella que intentaba cruzar,
éstos parecen dispuestos a arrollarla si se atreve a dar un paso más. Que
lamentable escena, las comparaciones son odiosas pero en un país del primer
mundo el peatón siempre tiene la vía.
Aquí, el auto más que un
servicio que genera confort, es un mecanismo de ataque y defensa contra
ciclistas, motos, perros y peatones. Cuando voy en mí auto y freno para que
alguien pase, es aterrador ver como las personas que van en sus vehículos
detrás de mí se desesperan, pitan y vociferan como si yo estuviera dejando
pasar la oportunidad de aplastar a unos cuantos.
Definitivamente parece
existir una epidemia de rabia entre los que nos ponemos detrás de un volante,
listos a putear en cualquiera de los cuatro puntos cardinales, con unas
habilidades sorprendentes para bajarnos del auto antes de que este se detenga
totalmente, confrontar al enemigo del momento, cerrar y frenar para provocar a
quien osa pitarnos, hacernos luces o adelantarnos.
Ojalá desarrolláramos con la
misma intensidad habilidades en el trato a los demás, el respeto por las
normas, por las señales, la cordialidad y el dejar pasar primero como parte
esencial de nuestro diario vivir.
Luego del desagradable
momento vivido con esa madre, quien, sin proponérselo, se convirtió en una
piedra en el zapato para una decena de conductores y la enemiga pública de las
calles de mí barrio, seguí mí ruta respirando profundo y haciéndome la promesa
de no dejarme alterar por estas “pequeñas” formas de violencia.
Entré al articulado de
transmilenio y me dirigí al centro del mismo. Al momento, ingresaron una joven
con un bebé de brazos y una señora bastante mayor que a duras penas podía
sostenerse. Vaya sorpresa cuando las personas que iban sentadas hicieron caso
omiso a las recién llegadas y un hombre de unos 40 años que ocupaba una de las
sillas azules cayó en un sueño profundo e instantáneo.
Una vez más me metí donde no
me estaban llamando y le pedí a la gente que cedieran sus sillas para la joven madre
y la anciana, traté de poner la voz más gruesa de lo normal y asumir una
actitud casi de skinhead (por lo calvo únicamente) encorbatado. Finalmente dos
señoras se levantaron ante la mirada casi burlona de los “caballeros” que
tranquilamente conservaban sus puestos como si de un premio se tratara.
Me puse mis audífonos y
escuché a Bob Dylan y la Grateful Dead en vivo para eliminar cualquier mal
sentimiento o sensación negativa, 15 minutos después procedí a bajar del
articulado, las puertas se abrieron y una turba de gente malhumorada se
abalanzó para ingresar sin importar que algunos necesitábamos salir. Entre
empujones, alegatos y el triunfo de la fuerza bruta, conseguí salir junto a los
demás.
Emprendí la caminata hacia
mi oficina contemplando el azul de un cielo despejado que dibujó una sonrisa en
mi rostro. Llegué al round point de la calle 100 con carrera 15, donde ya
divisaba mi oficina y me disponía a cruzar por la salida que de la novena
conduce a la 100, una vía estrecha y en la que los vehículos tienen que hacer
el pare obligatorio. En ese momento, un hombre en un Mercedes Benz último
modelo decidió mandar su carro contra unos jóvenes que ya iban por la mitad de
la vía.
No sé que fue peor, sí el
acto irracional del conductor del auto que casi toca las piernas de los
transeúntes o la reacción de los mismos que sin tomarse un sólo instante para
discutir sobre el asunto rodearon el vehículo cogiéndolo a patadas mientras el
personaje al volante aceleraba angustiado para evitarle mayores daños a su valioso
vehículo.
Finalmente crucé la puerta
automática del edificio y salude con afecto al portero, pese a todos los
inconvenientes había logrado llegar sano y salvo a mí puesto de trabajo, con la
esperanza de encontrar a mis amigos y compañeros, a mí equipo con el que me
puedo reír de la vida y olvidar que parecemos estar en un campo de batalla
permanente.
Como pueden ver y aunque
parezca un relato lleno de fantasía, casi macondiano, en un lapso de 35 a 40
minutos de esta semana, o tal vez de la anterior, tuve que vivir lo que ya para
muchos es algo cotidiano, algo con lo que intentamos ser indiferentes y le
restamos importancia, tuve que vivir un día de furia, de la furia bogotana.
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