viernes, 5 de octubre de 2012

Un día de furia



Es un día cualquiera en la capital colombiana, como en muy pocas ocasiones se respira un aire veraniego que invita a despojarse de las chaquetas, sacos, bufandas y todo aquello que normalmente cargamos los bogotanos para resguardarnos del frío.

Ese sol que invita a la alegría, al positivismo y que genera un ambiente de optimismo, desafortunadamente no basta para contagiar a todos. 

Tan sólo caminando mi ruta habitual hacia la estación más cercana de transmilenio fui testigo de la intolerancia de los conductores, quienes en una calle de barrio, entre conjuntos residenciales, no permiten que una madre afanada cruce una insignificante vía para llevar a sus pequeños hijos al colegio.

Casi con el mismo afán de aquella desconocida me acerqué para intentar ayudarla haciendo señas a los conductores de los vehículos que vienen por esta vía en la que una señal de transito marca una velocidad máxima de 30 kilómetros por hora, por supuesto es más respetada la caja menor del Congreso. 

Pese a que las personas que van al volante en su mayoría son padres y madres como aquella que intentaba cruzar, éstos parecen dispuestos a arrollarla si se atreve a dar un paso más. Que lamentable escena, las comparaciones son odiosas pero en un país del primer mundo el peatón siempre tiene la vía.

Aquí, el auto más que un servicio que genera confort, es un mecanismo de ataque y defensa contra ciclistas, motos, perros y peatones. Cuando voy en mí auto y freno para que alguien pase, es aterrador ver como las personas que van en sus vehículos detrás de mí se desesperan, pitan y vociferan como si yo estuviera dejando pasar la oportunidad de aplastar a unos cuantos.

Definitivamente parece existir una epidemia de rabia entre los que nos ponemos detrás de un volante, listos a putear en cualquiera de los cuatro puntos cardinales, con unas habilidades sorprendentes para bajarnos del auto antes de que este se detenga totalmente, confrontar al enemigo del momento, cerrar y frenar para provocar a quien osa pitarnos, hacernos luces o adelantarnos.

Ojalá desarrolláramos con la misma intensidad habilidades en el trato a los demás, el respeto por las normas, por las señales, la cordialidad y el dejar pasar primero como parte esencial de nuestro diario vivir.

Luego del desagradable momento vivido con esa madre, quien, sin proponérselo, se convirtió en una piedra en el zapato para una decena de conductores y la enemiga pública de las calles de mí barrio, seguí mí ruta respirando profundo y haciéndome la promesa de no dejarme alterar por estas “pequeñas” formas de violencia.

Entré al articulado de transmilenio y me dirigí al centro del mismo. Al momento, ingresaron una joven con un bebé de brazos y una señora bastante mayor que a duras penas podía sostenerse. Vaya sorpresa cuando las personas que iban sentadas hicieron caso omiso a las recién llegadas y un hombre de unos 40 años que ocupaba una de las sillas azules cayó en un sueño profundo e instantáneo.

Una vez más me metí donde no me estaban llamando y le pedí a la gente que cedieran sus sillas para la joven madre y la anciana, traté de poner la voz más gruesa de lo normal y asumir una actitud casi de skinhead (por lo calvo únicamente) encorbatado. Finalmente dos señoras se levantaron ante la mirada casi burlona de los “caballeros” que tranquilamente conservaban sus puestos como si de un premio se tratara. 

Me puse mis audífonos y escuché a Bob Dylan y la Grateful Dead en vivo para eliminar cualquier mal sentimiento o sensación negativa, 15 minutos después procedí a bajar del articulado, las puertas se abrieron y una turba de gente malhumorada se abalanzó para ingresar sin importar que algunos necesitábamos salir. Entre empujones, alegatos y el triunfo de la fuerza bruta, conseguí salir junto a los demás.

Emprendí la caminata hacia mi oficina contemplando el azul de un cielo despejado que dibujó una sonrisa en mi rostro. Llegué al round point de la calle 100 con carrera 15, donde ya divisaba mi oficina y me disponía a cruzar por la salida que de la novena conduce a la 100, una vía estrecha y en la que los vehículos tienen que hacer el pare obligatorio. En ese momento, un hombre en un Mercedes Benz último modelo decidió mandar su carro contra unos jóvenes que ya iban por la mitad de la vía.

No sé que fue peor, sí el acto irracional del conductor del auto que casi toca las piernas de los transeúntes o la reacción de los mismos que sin tomarse un sólo instante para discutir sobre el asunto rodearon el vehículo cogiéndolo a patadas mientras el personaje al volante aceleraba angustiado para evitarle mayores daños a su valioso vehículo.

Finalmente crucé la puerta automática del edificio y salude con afecto al portero, pese a todos los inconvenientes había logrado llegar sano y salvo a mí puesto de trabajo, con la esperanza de encontrar a mis amigos y compañeros, a mí equipo con el que me puedo reír de la vida y olvidar que parecemos estar en un campo de batalla permanente.

Como pueden ver y aunque parezca un relato lleno de fantasía, casi macondiano, en un lapso de 35 a 40 minutos de esta semana, o tal vez de la anterior, tuve que vivir lo que ya para muchos es algo cotidiano, algo con lo que intentamos ser indiferentes y le restamos importancia, tuve que vivir un día de furia, de la furia bogotana.

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