martes, 7 de febrero de 2012

El rey caído y sus bufones

Érase una vez un monarca de un país cuyos virreinatos habían terminado mucho tiempo atrás. Este noble hombre fue elegido por el pueblo para que llevara las riendas de una Nación sin valores y lejana de confiar en alguien. Hombre de pequeña estatura y contextura delgada, retomó las ideas de la monarquía e impuso su reinado en el país de la alegría, todo mientras consumía maní en grandes cantidades.

Este rey coronado con arepas blancas, bastante insípidas, se rodeó de los bufones más graciosos que encontró, personajes que hasta el momento habían ofrecido sus servicios al mejor postor y tenían entre sus haberes embajadas y cargos en diferentes entidades.

El rey decidió afilar su espada en su taller de herrería en las afueras de Montería, donde además instruyó a sus armeros y guardas de honor para que llevaran su bandera por todo el territorio. En píe de guerra el gran rey comandó a los ejércitos para destruir de una vez por todas a los insurgentes que utilizaban el bosque como guarida.

Los golpes empezaron y cada vez eran mayores las victorias en batalla contra los forajidos que iban viendo como su fuerza mermaba. Mientras esto ocurría, otro grupo de criminales seguía quemando aldeas y villas sin recibir castigo por parte del mismo soberano.

Seguramente por la emoción que causaba cada batalla ganada contra los insurgentes, el gran rey permitía que sus caballeros, doncellas y bufones se extralimitaran en los banquetes de celebración y terminaran llevándose gran parte del tesoro del reino a sus cloacas personales.

Ese monarca, ávido de poder, quiso expandir su imperio y se atrevió a enviar tropas a reinos vecinos en los que sus reyes, quienes además ejercían de bufones a la vez, reaccionaron de manera vehemente y crearon una atmósfera tensa en la que los cañones y las bayonetas estuvieron a punto de ganar el mayor protagonismo.

El gran rey trataba de bajar la temperatura de su acalorada cabeza bañándose en los diferentes ríos del país y realizando concejos comunales en los que ridiculizaba a sus bufones por no cumplir con sus trabajos. El maní iba y venía por montones así como el tesoro de la nación iba pero no volvía entre los bufones del reino.

Los príncipes herederos, dos malcriados con ínfulas de poder en su cabeza, irritantes y con modales bastante limitados, exhibían su prepotencia rodeados del siempre jocoso y vergonzoso jet set nacional. Ellos, conscientes de sus limitaciones y de su naturaleza básica, encontraron en la basura el camino a seguir, su destreza con el manejo de ésta y su facilidad para adquirir terrenos baldíos próximos a convertirse en zonas francas les garantizaban una vida llena de excentricidades.

Mientras tanto, una turba ignorante, despiadada y enemiga de la lectura, veía a su rey como un ser celestial, un enviado directo de Zeus y digno representante del olimpo en la tierra. Esta prole luchaba con todos sus recursos para lograr perpetuar el reinado del soberano paisa. Pese a todos los esfuerzos y después de 8 años, el periodo del monarca llegó a su fin.

Ad portas de entregar su corona, un poco magullada y pelada (oro golfi), el gran rey empezó a ver como se destapaban escándalos y malos manejos que prácticamente amenazaban con enviar a la mayoría de su gabinete a las mazmorras. Una vez hizo entrega de su corona, descubrió una pequeña ave mensajera virtual con la que podía seguir tratando de dividir (divide y reinarás) y mantener a sus fieles súbditos enceguecidos.

Hoy, el gran rey y sus bufones se dedican a despotricar ya sea desde sus sitios de retiro o desde los diferentes calabozos del país. Algunos cazadores de brujas y fieles siervos cegados por la sangre, la venganza y su irracionalidad, añoran que el ex monarca vuelva a tomar posesión de sus tierras y que la fuerza bruta y el fin que justifica los medios sean de nuevo nuestro pan (arepa) de cada día.

No hay comentarios:

Publicar un comentario